November 11, 2005

read or die! : A. B. U. R. T. O.

A. B. U. R. T. O., de Heriberto Yépez

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Por Juan Carlos Reyna

Publicar una novela sobre Mario Aburto es, hasta en el peor de los casos, apostarle a lo seguro.
Lo que sobra en México son personajes dignos de ficción. ¿Indígenas alzados en capuchas, narcosatánicos de ultraderecha, magnicidas de maquila fronteriza? This is Mexico. O al menos para el autor de A. B. U. R. T. O. (Sudamericana, 2005), novela que reconstruye (en versión norteada) la vida del asesino de Colosio y, de paso, algunos de los hechos que definieron el descalabrado presente mexicano.
A diferencia de los escritores incipientes que retoman el cosmopolitismo acartonado de la generación del crack, el tijuanense Heriberto Yépez se aboca a lo evidente: indagar una mexicanidad torcida por su propio devenir. Profundizar en los abismos sicóticos del asesino de Colosio es el pretexto para exorcizar la farsa mexicana de los noventa, cuando nuestra tragicomedia democrática deparaba la resaca más absurda. El resultado es un libro ejecutado al estilo tijuanense, escrito desde el margen y a sabiendas que es desde ahí donde la realidad revela su lado más oscuro.
Yépez, mejor conocido por las diatribas egocéntricas de sus textos tempranos (Ensayos para un desconcierto y una crítica ficción, 2001) publicó su primera novela el año pasado. El Matasellos, sin embargo, fue acogida con escepticismo debido a su exceso de malabarismos intelectuales. Nada raro: el lector promedio mexicano está acostumbrado a la narrativa sosa (Velasco, Toscana) y el lector, digamos, selectivo, a una literatura experimental en riesgo de inmutarse (Rivera Garza, Bellatin). Comparada con la novela sobre filatelistas, la apuesta de A.B.U.R.T.O. es más fresca y menos efectista.
La muerte del malogrado candidato presidencial ya había sido narrada en El asesino solitario de Élmer Mendoza, novela carente de singularidad y que, para fortuna de Yépez, desaprovechó la oportunidad de regodearse en las posibilidades que ofrece una figura tan extravagante como Aburto. Yépez sí se concede el gusto: encarna una especie de monólogo venido (con álbur) de los desquicios de un nerdo-profeta de maquiladora al que le es revelado el futuro de México a través de la experiencia Tj. Desde aquí, Carlos Salinas (quién más) siempre será el poder detrás de la silla presidencial y el oráculo que le revelará al joven Mario las verdades más estrafalarias: “Llegué a la presidencia gracias a un fraude ¿y qué? tú llegaste a este mundo gracias a otro, tu madre” (p.145).
Barroco fronterizo en su expresión más decadente, A.B.U.R.T.O. muestra en su protagonista una de las caras más chocantes de la ciudad: la de los maqui-locos, caballeros-águila del infierno, sumidos en un delirio sexoso y neurótico donde Salinas (El Innombrable) y hasta Caifanes, el “sup” Marcos y Chabelo se entrometen en la orgía fronteriza de trasvestidos, putas agringadas y chamanas canjeadas por perico y cri-cri.
La portada advierte que con el libro nace una “nueva tendencia, el narcorrealismo”. Modestia del editor aparte, este gesto atina a conceptuar el pulso escritural de la novela, mezcla de tarabilla esquizofrénica y alucine antropológico. “México se va a venir abajo. Los dioses nos van a castigar. ¿Cómo nos van a castigar? Nos van a convertir en gabachos” (p. 101).
La crisis de la malilla, metáfora de la descomposición de una sociedad en un down permanente, es el recurso que Yépez utiliza para reinventar en cinco capítulos la vida de Aburto y, de paso, a una Tijuana manoseada por el imaginario popular.
El mapa delineado por Aburto revela que todos los tijuanos somos bastardos de aquella puta que nos lleva con una sonrisa por el camino de la infamia. Laboratorio, no de la posmodernidad como decía García Canclini, sino de la decadencia, la Tijuana de Aburto (de Yépez) revela el futuro nada halagador de las urbes occidentales, “una ciudad de adiós a Hegel. Una ciudad más allá de la síntesis. Hay muchas Tijuanas. Cada una de ellas, mitad mito, mitad temporalmente fuera de servicio” (p. 60).
Tijuana “es un complot”, útero de los abortados (¿aburtados?) del vientre universal, se trata de un espacio-tiempo que “comienza y termina con un ajuste de cuentas”, que se trastoca por la alteración de los sentidos mediante el consumo de estupefacientes sintéticos o mediante la repetición hipnótica del ensamblaje de maquila (tan desquiciante como la dosis más puerca de cristal).
Yépez, sobra decirlo, no pretende elaborar más teorías sobre el asesinato de Colosio, aunque el lector sí las encontrará (fue Salinas) o no (fue otro Aburto). Lo que sí: que si todos somos Marcos, también todos somos Aburto. Y es que la opinión pública nunca cayó en la cuenta que el magnicida era un ciudadano resentido, como la mayoría lo somos. De haberlo hecho, habría descubierto, como se descubren los nidos de alacranes debajo de las piedras, que al menos en las maquiladoras mexicanas lo que más abunda son Aburtos en potencia, esos engendros de la vida fronteriza que alimentan con lecturas metafísicas el resentimiento dormido de la jodidez.
La opinión pública y los medios dan por hecho que Aburto eran, mínimo, tres personas distintas. Yépez sugiere que fueron de 810 (citando a Charles Fourier) a millones, tanto que uno de los Aburtos, al huir de la muchedumbre de Lomas taurinas, concluye que su nombre “era absurdo”.
Todas tus tragicomedias, tres o cuatro fantasmas es el cuarto capítulo de la novela, el más logrado del libro y en el que Yépez, con una asombrosa interpolación de voces, decide no guardarse nada: escritor diarréico y gozoso, saca la casta de un grafómano decidido a nombrarlo todo. Ya sea el origen de los aztecas, el encarcelamiento de Wilhem Reich, el egocentrismo de Octavio Paz o la existencia del Chupacabras, todo es sujeto a su juiciosa alquimia con un desenfado inusitado en nuestra condescendiente república de las letras. “Y si escribes y supones que escribiendo eres distinto, porque escribir es profundo o concede movilidad de clase (…) Sonríe, eres uno de los jodidos” (p. 156).
Yépez saca ventaja de las técnicas psicoterapéuticas en las situaciones más inusitadas (muy al estilo de la norteamericana Kathy Acker), como cuando Aburto imagina al Topo, el rescatista del terremoto del 85, dándole respiración de boca a boca mientras éste, a su vez, imagina a otro hombre de saco verde “esperando que él se de cuenta que está enamorado” de él imaginando que también desea darle respiración de boca a boca.
A. B. U. R. T. O. es todo lo contrario a un texto limpio, al que se le resta para que adquiera efectividad: es un texto que se suma y se desboca, menosprecia las literaturas exquisitas para recuperar el protagonismo del autor en toda historia –incluso, hasta rozar lo fantoche: “A mí no me enseñaron a narrar los libros. Mis maestras fueron drogas más a la mano. Fue Tijuana, brothers. Tijuanita” (p. 137).
Maleado por su experiencia de ensayista, Yépez hace un libro con juicios ocasionalmente disparatados que los evade con intromisiones fáciles (“No me culpen de lo que aquí anoto. Yo soy un escritor” p. 137) y un uso de jerga a veces burda (“escuchadlo bien”, “venís a mí”, “Mario desmesuraba”), excesos que, también para fortuna de Yépez, no devalúan un libro excéntrico, seductor y de une belleza mórbida y sincera.

A. B. U. R. T. O.
Heriberto Yépez
Ed. Sudamericana
230 p.

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