Javier Fernández, Mr Phuy
En el Barcelona de Bobby Robson (1996) lo recuerdan como el traductor que se tomaba confianzas. Nueve años después, campeón de Europa con el Oporto, bajó del pódium sin colgarse la medalla y se hundió en el túnel de los vestidores sin saborear la Copa, un gesto que primero creí de sencillez. Ahora me parece de desprecio. José Mourinho ha transformado la cultura mediática en la liga inglesa desde entonces. Su arrogancia, tan disparatada como los récords del Chelsea, es digna de preservarse en una gota de ámbar como sucedía con los mosquitos del Jurásico.
El estilo es legible en sus fichajes, millonarios, sí, pero de línea austera. Defensores rectángulos de cráneo, dotados de brújula, pinza y aspirador que se agrupen en un macizo visible a 100 kilómetros. Volantes industriales del tipo pragmáticos, operadores de su propio talento que hagan de todo y lo hagan bien, sin distracciones. Conductores de piernas cortas, arnés vertiginoso y buen recorte, domesticados. Atacantes de raza, glandulares, ligeros, con hábitos de vuelo, sin mucha confitería, pero capaces de aparecer conejos donde no los hay.
Hoy, desde el trípode de los buenos resultados, Mourinho capitanea las ruedas de prensa con aires de kiry eleison y blande una doble moral, de bajos fondos. Si gana, se sube en zancos y pone esos ojos de cinemascope que tanto odiamos. Si pierde, es porque el viento no quiso hinchar sus velas, alguien tapó el esnórkel de sus goleadores o UEFA ha conspirado en la cámara baja. Un discurso que vagabundea entre fingimientos y cegueras para justificar el andamiaje de su -¿cómo llamarle?- superpotencia sexuada. Al rompérsele rachas de imbatibilidad o al verse eliminado de las competencias, el portugués azota culpas a los cuatro puntos cardinales, se enmanga los olanes, formula los peores émbolos cognitivos que pueden achacarse a un árbitro y, de su boca -por cierto, triste como un fado-, fluyen ácidos que bien podrían utilizarse en la remoción del sésamo, esa planta labiada con frutos encañonados en la vaina.
Por todo ello, me alegra que Mourinho no quepa en el Mundial. Y qué lindo es recordar la semifinal en la Champions League 2004-2005, cuando el Liverpool eliminó al Chelsea con un gol inexistente. Ciento ochenta minutos de atmósfera opresiva, cuerdas tensas, ennochecimiento, ríos que se golpean sabrosamente en un duelo exquisito de -¿cómo decirlo?- ningunidad. Menos lobos, José, que no todo son evidencias en la vida.
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